Lo cierto es que dentro
de esta línea de trabajo se me ocurren varios ejercicios. Pero, como no pierdo de vista que lo que aquí nos
interesa es buscar nuevos métodos que favorezcan concretamente la enseñanza de
lengua y literatura en el aula, me limitaré a escoger uno solo entre todos
ellos.
Si volvemos sobre el
proyecto LOVA y recordamos las dos actividades que las profesoras Mª José
García Gómez y Beatriz López López nos plantearon al aire libre, estaremos de
acuerdo en que ambas estaban estupendamente diseñadas a la hora de estimular
física, emocional e intelectualmente a los alumnos más jóvenes.
A los chicos de
secundaria, sin embargo, tendríamos que exigirles, dentro de este mismo campo
experimental, otro tipo de retos y otro tipo de resultados. Por ello, el
ejercicio que me dispongo a compartir con vosotros se encuentra destinado a
estudiantes de edades comprendidas entre los 14 y los 16 años.
Durante la ponencia de
hoy, el profesor Manuel Martí Sánchez comentó algo muy interesante. Dijo que
los alumnos necesitan aprender a puntuar y a entonar, o –lo que es lo mismo– a
comprender lo que están diciendo y lo que están leyendo. Efectivamente, si no
somos sensibles a los matices del léxico, si no entendemos el sentido
gramatical de una frase, la comunicación es imposible. Compartir es imposible.
¿Y qué hace un
individuo aislado?
Sin duda alguna, hay
que generar conciencia sobre este hecho y convencer al educando del poder
incalculable que poseen las palabras. Es aquí donde creo que las herramientas
actorales pueden jugar un papel fundamental y donde el teatro deja de ser una
mera disciplina artística para convertirse también en una disciplina académica.
El funcionamiento de
nuestro ejercicio es el siguiente:
Para empezar, nos
hacemos con un texto dialogado breve entre dos personajes, A y B (no
necesitamos nombres ni los queremos tampoco). El texto dialogado –con no más de
10 intervenciones– debe encontrarse descontextualizado y desprovisto además de
signos de puntuación, de tal forma que su significado sea ambiguo y susceptible
a variaciones semánticas según las interpretaciones de cada alumno.
Los alumnos se
agruparán por parejas, buscando siempre que se den todas las combinaciones
posibles para favorecer así la diversidad de contextos (chico/chica;
chica/chica; chico/chico). En una segunda fase, los alumnos deberán memorizar
el texto y llenarlo de sentido. Cada pareja por separado, y sin comentarlo con
el resto de compañeros, debe decidir cuál de los dos personajes es el
protagonista, cómo es este personaje, qué quiere, por qué lo quiere; cuál de
los dos personajes es el antagonista, cómo este personaje, por qué se empeña en
entorpecer los planes del protagonista; a qué cultura pertenecen; dónde se
encuentran en el momento de la conversación; de dónde vienen; qué relación
existe entre ellos…
Finalmente, los alumnos
deben escenificar el texto o realizar por lo menos una lectura dramatizada del
mismo, reflexionando luego sobre cómo
han puntuado sus textos y qué significados han adquirido sus parlamentos
gracias a este sistema de puntuación. Si el texto se elige bien, las
posibilidades son infinitas.
El actor-personaje se
juega la vida en cada intervención, ninguna palabra es gratuita, como tampoco
son gratuitas las palabras de un profesor. Quizá los alumnos también comprendan
de esta forma lo que supone para el profesor salir cada día a la palestra para
convencer por medio de la palabra. Para mí no existen diferencias entre
músicos, actores, escritores, pintores, bailarines o profesores, pues todos
compartimos el deseo de transmitir, la necesidad de ser entendidos y la
responsabilidad de ser escuchados. Sin embargo, estoy persuadida de que ninguna «interpretación»
exige de forma más rotunda que se cumplan todos y cada uno de los objetivos
enunciados como el «acto» de dar clases, aunque nadie aplauda al final de la
representación.
Mª Fernanda Iwasaki para InnovaLenLit
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